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sábado, diciembre 09, 2006





Hace unos años, viajé a París por vacaciones -cortas vacaciones, pues sólo fueron tres días- y me encantó. Es una ciudad que francamente vale la pena, es limpia, es ordenada, es mágica, cada rincón que visité me dejó con una sensación de nostalgia, de nostalgia de algún recuerdo antiguo y maravilloso, y visité muchos sitios: La Tour Eiffel, Les Champs Elyseés, El Arco del Triunfo (la Place de l'Etòile): todo olía a perfume antiguo, Paris ante mis ojos era como una dama elegante y misteriosa que observa y vigilia sigilosamente cada rincón de la ciudad.

Una de las visitas que realicé fue al cementerio Père Lachaise, un lugar histórico donde los haya. Mi intención, visitando aquel lugar, era poder llegar a la tumba de Jim Morrison (El Rey Lagarto) una personalidad que, desde hace muchos años me llamó la atención poderosamente, no solo por su música y su pasado un tanto escabroso en algunas ocasiones, sino también por sus poesías. Cuando pisé por primera el suelo de aquel lugar un escalofrío recorrió mi cuerpo: pero no por las leyendas urbanas y estúpidas que encierran siempre los cementerios, sino por la belleza singular y quietud de ese lugar. Grandes cipréses mecidos por el viento, auténticas obras de arte en las lápidas, estatuas que parece que esten llenas de vida y observan a los visitantes, y cómo no, tanta historia enterrada en esas tierras: músicos, escritores, actores, actrices, filósofos, inventores, cineastas.

Desde luego, de todos los lugares bellos que encierra en sí Paris, el más hermoso sin duda alguna es el Père Lachaise, ese es el recuerdo más nítido que me viene a la cabeza cuando hablamos de la ciudad de las luces...












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